Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. Como lectores vivimos, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.
En él, y a partir de la terrible experiencia de perder a su hija, Isabel Allende llevaba a cabo un honesto y detallado balance de su vida, dedicado a una interlocutora que ya no pertenecía a este mundo. Lejos de ser triste, éste es en cambio un relato vital, sabio y humorístico de la vida sin Paula: sobre la familia, la tradicional y los nuevos modelos, la maternidad, las relaciones de pareja, la infidelidad, la religión... Por esta nueva narración desfilan personajes memorables, comenzando por la propia madre de la autora, que es capaz, desde la distancia, de aconsejar adecuadamente a su hija en los momentos de crisis. También su amiga Tabra, diseñadora de joyas que busca novio por internet, la nieta del esposo de Isabel Allende, Sabrina, que será adoptada por dos lesbianas budistas… El mundo de esta autora está lleno de amor, de contrariedades y de hechos notables. Pero sobre todo, esta obra está escrita por una mujer de fuertes convicciones y cuya principal cualidad es y ha sido la valentía
Este es el comienzo del libro:
“La Musa Caprichosa del Amanecer”
No falta drama en mi vida, me sobra material de circo para escribir, pero de todos
modos llego ansiosa al 7 de enero. Anoche no pude dormir, nos golpeó la
tormenta, el viento rugía entre los robles y vapuleaba las ventanas de la casa,
culminación del diluvio bíblico de las recientes semanas. Algunos barrios del
condado se inundaron, los bomberos no dieron abasto para responder a tan
soberano desastre y los vecinos salieron a la calle, sumergidos hasta la cintura,
para salvar lo que se pudiera del torrente. Los muebles navegaban por las
avenidas principales y algunas mascotas ofuscadas esperaban a sus amos sobre
los techos de los coches hundidos, mientras los reporteros captaban desde los
helicópteros las escenas de este invierno de California, que parecía huracán en
Louisiana. En algunos barrios no se pudo circular durante un par de días, y
cuando por fin escampó y se vio la magnitud del estropicio, trajeron cuadrillas de
inmigrantes latinos que se dieron a la tarea de extraer el agua con bombas y los
escombros a mano. Nuestra casa, encaramada en una colina, recibe de frente el
azote del viento, que doblega las palmeras y a veces arranca de cuajo los árboles
más orgullosos, aquellos que no inclinan la cerviz, pero se libra de las
inundaciones. A veces, en la cúspide del vendaval, se levantan olas caprichosas
que anegan el único camino de acceso; entonces, atrapados, observamos desde
arriba el espectáculo inusitado de la bahía enfurecida.
Me gusta el recogimiento obligado del invierno. Vivo en el condado de Marin, al
norte de San Francisco, a veinte minutos del puente del Golden Gate, entre cerros
dorados en verano y color esmeralda en invierno, en la orilla oeste de la inmensa
bahía. En un día claro podemos ver a lo lejos otros dos puentes, el perfil difuso de
los puertos de Oakland y San Francisco, los pesados barcos de carga, cientos de
botes de vela y las gaviotas, como blancos pañuelos. En mayo aparecen algunos
valientes colgados de cometas multicolores, que se deslizan veloces sobre el
agua, alterando la quietud de los abuelos asiáticos que pasan las tardes pescando
en las rocas. Desde el océano Pacífico no se ve el angosto acceso a la bahía, que
amanece envuelto en bruma, y los marineros de antaño pasaban de largo sin
imaginar el esplendor oculto un poco más adentro. Ahora esa entrada está
coronada por el esbelto puente del Golden Gate, con sus soberbias torres rojas.
Agua, cielo, cerros y bosque; ése es mi paisaje.
No fue la ventolera del fin del mundo ni la metralla del granizo en las tejas lo que
me desveló anoche, sino la ansiedad de que inevitablemente amanecería el 8 de
enero. Desde hace veinticinco años, siempre empiezo a escribir en esta fecha,
más por superstición que por disciplina: temo que si empiezo otro día, el libro será
un fracaso, y que si dejo pasar un 8 de enero sin escribir, ya no podré hacerlo en
el resto del año. Enero llega después de unos meses sin escribir en los que he
vivido volcada hacia fuera, en la bullaranga del mundo, viajando, promoviendo
libros, dando conferencias, rodeada de gente, hablando demasiado. Ruido y más
ruido. Temo más que nada haberme vuelto sorda, no poder oír el silencio. Sin
silencio estoy frita. Me levanté varias veces a dar vueltas por los cuartos con
diversos pretextos, arropada en el viejo chaleco de cachemira de Willie, que he
usado tanto que ya es mi segunda piel, y sucesivas tazas de chocolate caliente en
las manos, dando vueltas y más vueltas en la cabeza a lo que iba a escribir dentro
de unas horas, hasta que el frío me obligaba a regresar a la cama, donde Willie,
bendito sea, roncaba. Atracada a su espalda desnuda, escondía los pies helados
entre sus piernas, largas y firmes, aspirando su sorprendente olor a hombre joven,
que no ha variado con el paso de los años. Nunca se despierta cuando me aprieto
contra él, sólo cuando me despego; está acostumbrado a mi cuerpo, mi insomnio y
mis pesadillas. Por mucho que me pasee de noche, tampoco se despierta Olivia,
que duerme en un banco a los pies de la cama. Nada altera el sueño de esta perra
tonta, ni los roedores que a veces salen de sus guaridas, ni el tufo de los zorrillos
cuando hacen el amor, ni las ánimas que susurran en la oscuridad. Si un demente
armado con un hacha nos asaltara, ella sería la última en enterarse. Cuando llegó
era una miserable bestia recogida por la Sociedad Humanitaria en un basural con
una pata y varias costillas quebradas. Durante un mes permaneció escondida
entre mis zapatos en el clóset, tiritando, pero poco a poco se repuso de los
maltratos anteriores y emergió con las orejas gachas y la cola humillada. Entonces
vimos que no servía de guardián: tiene el sueño pesado.
Por fin aflojó la ira de la tormenta y con la primera luz en la ventana me duché y
me vestí, mientras Willie, envuelto en su bata de jeque trasnochado, iba a la
cocina. El olor del café recién molido me llegó como una caricia: aromaterapia.
Estas rutinas de cada día nos unen más que los alborotos de la pasión; cuando
estamos separados es esta danza discreta lo que más falta nos hace.
Necesitamos sentir al otro presente en ese espacio intangible que es sólo nuestro.
Un frío amanecer, café con tostadas, tiempo para escribir, una perra que mueve la
cola y mi amante; la vida no puede ser mejor. Después Willie me dio un abrazo de
despedida, porque yo partía para un viaje largo. «Buena suerte», susurró, como
hace cada año en este día, y me fui con abrigo y paraguas, bajé seis escalones,
pasé bordeando la piscina, crucé diecisiete metros de jardín y llegué a la casita
donde escribo, mi cuchitril. Y aquí estoy ahora.
Apenas había encendido una vela, que siempre me alumbra en la escritura,
cuando Carmen Balcells, mi agente, me llamó desde Santa Fe de Segarra, el
pueblito de cabras locas, cerca de Barcelona, donde nació. Allí pretende pasar sus
años maduros en paz, pero, como le sobra energía, se está comprando el pueblo
casa a casa.
—Léeme la primera frase —me exigió esta madraza.
Le expliqué una vez más la diferencia de nueve horas entre California y
España. De primera frase, nada todavía.
—Escribe unas memorias, Isabel.
—Ya las escribí, ¿no te acuerdas?
—Eso fue hace trece años.
—A mi familia no le gusta verse expuesta, Carmen.
—Tú no te preocupes de nada. Mándame una carta de unas doscientas o
trescientas páginas y yo me encargo de lo demás. Si hay que escoger entre contar
una historia y ofender a los parientes, cualquier escritor profesional escoge lo
primero.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Que les guste tanto como a mí, buena suerte.